sábado, 13 de agosto de 2011

Del convento al cuerpo propio

por ANA GUILLOT

Sentar las bases. Decir quiero: que el espíritu, raíz, núcleo, luminosidad que nos sostiene seguramente debe de ser andrógino. Que el ser humano me parece un huérfano en camino, de vuelta a la casa (ni paterna ni materna, sino al propio anhelado territorio). Hacemos lo que podemos, y no quiero pelear con el macho si apenas puedo conmigo. Hermanos en el itinerario, padecemos los mismos avatares; tal vez, sí, de manera diferente. La biología es innata, pero también hay que aprenderla: a controlar esfínteres, a nombrar el idioma, a higienizarse el pelo, las costumbres. A pura dentellada la experiencia nos traspasa horizontalmente. Y es un paraíso, o es el reino de Hades. El asunto es que, por esas cosas de los XX XY, me tocó vehicular como hembra. Y si hay reencarnación y tuve falo, la verdad, ni lo envidio ni me acuerdo. Me planto, entonces, en este lugar, que es el que conozco, y desde el cual observo e interrogo lo que nos fue pasando a las que, por anatomía, tenemos un ritmo vaginal.

Presentes en el imaginario masculino fuimos intensos, maravillosos personajes de la griega tragedia mientras la mujer tejía su anonimato en un espacio privado, que sólo fue vencido por Penélope. Desde su propia construcción, es posible que los hacedores de mitos anduvieran buscando el reflejo de su propia ánima. Y aún desde su viril territorio cantaron, asertivos, nuestra naturaleza. Las heroínas de Grecia (como Scherezade en Oriente y otras hermosas mujeres de ficción) brillan con luz propia. A la par me pregunto: ¿qué habrán estado haciendo, mientras tanto, la vecina de Andrómaca, la dama de confianza de Antígona, la peluquera o la depiladora de Electra?, ¿dónde estaba la mujer de vida cotidiana si hasta Platón descree de nuestra almita? No hay registro. La mujer casi no aparece fuera de este espacio ficcional. La isla de Lesbos es el territorio absoluto. El resto es silencioso. Y, más acá de Grecia, la historia se repite. Seguimos vociferando y amando desde el ojo del hombre. Shakespeare, Dante, tantos que nos miraron (¿y admiraron?). ¿Emma Bovary hubiera vivido lo mismo contada por nosotras?, ¿y Eugenia Grandet?, ¿dónde está la mujer de carne y hueso?

También las brujas de la inquisición me reclaman. Me dicen: acá estamos. Ya no son personajes. Están activas, y subvierten el orden patriarcal. Muchas de ellas son religiosas. Aún así, leen oráculos o hacen música (sor Juana se avizora en el camino). Las bellas trovadoras de Dios (Hildegarda de Bingen, Margarita Porete y otras) son requeridas, pero después espantan. Huele a carne quemada todavía. Todas revolvemos el caldero donde los huesos de estas hermanas nos ofrecen un caldito enjoyado. Salvo raras excepciones, la loca de la casa, la mujer del desván, la extranjera, la que debe ser traducida (por lo que dice el hombre) anduvo por ahí, de cuerpo silencioso; a las brazadas en el mar ancho de sargazos.

Por su aversión al matrimonio, Sor Juana se mete en el convento. Y define, dos siglos antes que la Wolf, la plena satisfacción de un cuarto propio. Libros y astrolabios, versos y cartas rodean a la monja. Dicen las malas lenguas que amó a la virreina. ¿Y qué? Del convento a su cuerpo, absolutamente propio. De la periferia (de ser mujer, mujer de la cultura, mujer latinoamericana) a convertirse (y auto-erigirse) en centro de miradas, debates y admoniciones. Hombres necios y sor Filotea, que no lo es: nada la detuvo. Si la sociedad no alienta un espacio para el ser (hembra inteligente, buscadora), pues entonces hay que apartarse, y fundar el propio suelo, la fértil habitación donde sí sea posible encontrarse con quien verdaderamente se es.

Después llegó Virginia, y dijo lo que dijo. Y el cuarto pasó a ser un ámbito para la observación de nuestras necesidades. Entonces nos subimos a cumbres borrascosas. “Se necesita el don/ para entrar en la charca” dijo Blanca Varela. Y lo tuvimos. El don fue protestar para siempre, pisando la gramilla por la que sólo se deslizaba el masculino género, o entrar a la biblioteca que ellas no podían frecuentar. Propietaria conciente de sí misma, Virginia fue también dueña de su cuerpo de la manera como quiso serlo. Porque a Chloe le gustaba/ le podía gustar Olivia. Tan dueña fue que las piedras en sus bolsillos se la llevaron nomás, tal como quiso. Dueñas por fin del cuarto, de horarios y pulsiones; de decisiones y perentoriedades de hueso y carne. Ahora las heroínas son contadas y descriptas también por la mujer. Ya no configuran estereotipos; ahora se nos parecen cada vez más: temen, transpiran, tienen sexo, eligen, construyen la propia identidad. Han ido de la periferia al centro; y del centro a la necesidad de elaborar una nueva semántica (nombrar desde la hembra); una nueva sintaxis que incorpore y respire nuestro ritmo menstrual, la cíclica manera de vivir los procesos, la intuición que no descree de la razón. Mujeres y heroínas se acercan.

Finalmente estamos acá. A plena biología. Dueñas del deseo. Centrales. Ni Evas ni Marías. Ni Barbie ni la Olivia de Popeye. Cuerpos olientes, maternales, eróticos, disueltos, envejecidos. “Degustando un licor nunca destilado, borrachas de aire, corruptas de rocío; mientras el corazón pide placer primero (y recién después, ser excusado del dolor). Soltar la inundación, la poesía. Dickinson, Plath, Lispector, Marosa, Pizarnik; Storni y su hombre pequeñito, Mistral. El cuerpo nos pertenece y es un recipiente para el goce. Vaya cosa, qué bien. Es así como en toda la literatura, y por ende en el campo poético, el cuerpo empieza a ser un espacio que nos pertenece y que vamos a nombrar. Cuarto propio que late, gime, muerde, rompe el techo de cristal. Varela acaba de fugarse detrás de su noche de carne, “with music in her soul”, animal que no se resigna a morir, espina de sangre en el ojo de la rosa.” “Carmen Ollé reconstruye el cuerpo-objeto, el cuerpo normado para apropiarse de él, para hacerlo manifestación de ser” dice de ella la crítica Gaby Cevasco. “Tener treinta años no cambia nada salvo aproximarse al ataque/ cardíaco o al vaciado uterino….//He vuelto a despertar en Lima a ser una mujer que va/ midiendo su talle en las vitrinas como muchas preocupada/ por el vaivén de su culo transparente”. Se ha roto el paradigma. Ahora la construcción corporal es francamente activa.

Entonces circunscribo el ojo aún más. Me baño en las aguas de las poetas argentinas y contemporáneas: jadeo en el jardín de la Bellessi y en la erótica de Lukin, escapo por la escalera de incendio de Vinderman, me duelen las adolescentes vomitadoras de Yasán, investigo las celebraciones de Gourinski, acompaño a las mujeres que buscan el palacio de cristal que el río lleva (Úrsulas o Ervinias) de María Negroni. La Bárbara de Susana Szwarc canta (no sabe si por fugarse), y está ardiendo. “Soltamos las hebillas (del cabello),/ de a una/ nos soltamos y llega,/ ultraleve, desde distintos lugares, / una música que cada vez que se despliega,/ abarca el punto de partida…-Pájaros en la cabeza-habremos de oír,/ habremos de reír,”…Tibias, peronés, intestinos, piernas y entrepiernas. Cuerpo que envejece, e igual es hermoso y digno de nombrarse: “Seca./ Tierra sin riego./ Translúcida,/ expuesta a quebraduras mortales. /La ojiva medieval/ que esconde entre sus piernas,/ el amor veneris/ de otros tiempos,/ es carne trémula/ cuando un dedo/ asépticamente enguantado,/ pretende averiguar/ qué hay dentro/ de la añosa caverna.// Suya, tan suya,/ esa inseparable concavidad/ que la hace mujer hasta el final”. Alejandrina Devescovi me ayuda a concluir la construcción. El cuerpo glorificado es una red de luz, un tejido más largo y contundente que aquél, el de Penélope. El cuerpo individual; y también la red que nos conecta hermanadas. Ni en distorsión, ni fragmentadas, sino auto-construidas desde el propio interior; raigales. Listas para observar y observarnos; para modificar, si fuera menester, el universo patriarcal. En el espacio que elija cada una. Como la Bradamante de Italo Calvino, en El caballero inexistente, ser queremos: la religiosa, el caballero, la heroína y, ahora también, el narrador.

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