POR CAYETANO ZEMBORAIN
Publicado en la Revista La Guillotina nº 4 Julio 2000 – octubre 2000
Leer un poema, es hacer un viaje. Desde el momento que decidimos emprenderlo estamos insinuando que vamos a entrar en la interioridad ajena, en el mundo del otro. Esa cosmogonía puede llegar a compartirse plenamente, fielmente, pero también, errar la lectura y desarticular el discurso poético ofrecido. En este último caso, se termina acuñando la expresión interpretativa de “la reescritura del texto” por parte del lector.
Esa suerte de sociedad, no estuvo nunca en el ánimo del autor fomentar, porque es como si fuera una dispersión exprofesa de esquirlas, una construcción de un poema jamás escrito, una falsificación burda del original. Es que el poema, contrariamente a lo marcado por Umberto Eco como una “obra abierta” o, la “potencialidad múltiple” que pretendió imprimirle Octavio Paz, es un cuerpo, un artefacto cerrado, encapsulado.
La individualidad que posee, no impide penetrarlo, recorrerlo, abarcarlo, ir sobre él. La posibilidad es cierta, porque siempre estamos partiendo desde que llegamos al planeta, aunque Dostoievski aventuraba que “ir está negado de entrada”.
Partir es fatídico. Ya sea a sitios conocidos o desconocidos, al interior de nosotros y hacia fuera; lo cercano puede estar pegado a las costillas, a millones de años luz, y lo lejano tan distante como pudiéramos imaginar o sentado en la silla contigua. Ya por caminos previsibles, ya por los imprevisibles, al estar signados por las contingencias.
Somos tenaces viajeros, con destino a territorios reales, virtuales, oníricos, imaginarios, espirituales, del pensamiento y la magia. Travesías, en que la voluntad de partir nos configura en seres libres, después, el itinerario hace lo suyo.
Los viajes, todos los viajes se conforman con los itinerarios. Así dichos, recorridos pueden ser “sugeridos”: plazas, museos, galerías, shopping; “indeterminados”: vientos, sueños, naufragios; “Equívocos”: laberintos; “impuestos”: escaleras, ascensores, rutas terrestres, fotogramas del film, oraciones, rituales, índices, ciclo vital, tiras de historietas, caudal de ríos, vías sanguíneas, dirección del tránsito, agujas del reloj…
La secuencia en el poema, su itinerario, está impuesta y condicionada desde el principio del abordaje. La razón de este obligado recorrido, debe encontrarse en que al ingresar estamos penetrando en un orden preestablecido que configuró su organizador, el poeta. La ajenidad de los versos, al principio genera una momentánea indeterminación del texto, su distanciamiento, hasta que una vuelta de naipe suscita la empatía.
Entonces comenzamos a ser cautivos, a someternos a todos los climas, a todas las temperaturas, a los más variados relieves y estados sensibles. La travesía termina siendo una devoración, un encierro, un encantamiento del poeta al poetizado.
No nos perderemos libremente en el Laberinto de Delfos, ni nuestra visión del cielo ingresará y finalizará cuando y por donde e quiera, pues una mano conduce e impone el lugar de las pisadas. Hay desde luego un poder dirigido a la sumisión, el cual solo puede neutralizarse por intermedio del ejercicio de la libertad, afincándonos en el no-texto, que e materializa en la desobediencia del itinerario a través del error ex profeso.
La fuerza gravitatoria, magnética del poema, produce que giremos alrededor de su órbita. Si queremos gozar de la belleza, debemos como viajeros, dejar afuera del arca móvil de los versos la palabra libertad.
¡Plenos poderes al poeta!
TAMBIÉN PUBLICADO EN EL Nº 17 SEPTIEMBRE / 2013
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