sábado, 29 de diciembre de 2012

FREDY YEZZED


 (Bogotá, Colombia, 1979). 

Su primer libro de poesía, “La sal de la locura”, fue distinguido en Argentina por los jurados Jorge Boccanera, Javier Adúriz y María del Carmen Colombo con el “Premio Nacional de Poesía Macedonio Fernández 2010” publicado en Buenos Aires ese mismo año. Como investigador literario escribió el estudio “Párrafos de aire: Primera antología del poema en prosa colombiano” que publicó la Editorial de la Universidad de Antioquia (Medellín, 2010). “El diario inédito del filósofo vienés Ludwig Wittgenstein” (Buenos Aires, Ediciones Del Dock/Ministerio de Cultura de Colombia, 2012) es su segundo libro de poesía publicado, pero antecede en su génesis a “La sal de la locura”. Es licenciado en Lenguas Modernas de la Universidad de La Salle y profesional en Estudios Literarios de la Pontificia Universidad Javeriana. Después de un viaje de seis meses por Suramérica, se radicó en Buenos Aires, Argentina.

* * *

Ha nevado sobre la ciudad repentinamente. Los coágulos de nieve se han colado por las tejas rotas y han calado en el corazón de cada interno. Todos han salido con una calma ancestral a ver esa magia de la luz petrificada. En sus rostros se trazó una sonrisa que recordó la comida fresca, el agua limpia, el aire puro. Como tocados por una voz celestial iban saliendo de sus habitaciones arrastrando la suela de los zapatos. Pronto atestaron los pasillos como detrás de un perfume e invadieron el patio mirando al cielo con la boca abierta. Extendían los brazos como dejando posar libélulas blancas en sus huesos. Jugaban a atrapar el algodón con la boca. Todo lo malo, si lo hubo, allí murió. Un copo se enredaba en el cabello de los ancianos, otro se deslizaba por el pecho de las mujeres, uno más huía como un ratoncillo entre los pies. Esa caricia suave. Esa herida tierna. Esa música que es más bella que el silencio.
Un regalo hermosísimo.
Dios al fin habla y dice.

* * *

La soledad aquí sólo remite a una pena: la idea de haber nacido en ninguna parte y de caminar a ningún lugar. En las tardes decenas de inciertos caminan por horas alrededor de la fuente. Sin saberlo, siempre en contra de las manecillas del reloj: siempre sin saberlo con el deseo de desdoblar el tiempo. Los miro amarrado a una columna. Me arrastra ese remolino humano. Ese ojo miope de Dios. Van todos detrás de un recuerdo grato: el chillido de las gaviotas junto al mar, el trabajo humilde de los hombres en el puerto, ese gorrión que salvaron de la muerte. La fuente como un huracán va convocando la vida invisible. La fuente va tejiendo ese instante en que la ternura se volvió desgracia.
La fuente como un canto de sirena me arrastra… y yo quiero saberlo todo.

* * *


Los labios muertos de una mujer joven me visitan en la noche y me tranquilizan. Se anuncia con una luz gorda que no cabe en mi pecho. Camina con un libro en la mano y se sienta junto a la cama y lee. Lee en una lengua extraña que entiendo y me divierte. Son cuentos infantiles sobre cabritos, sobre cerdos, sobre árboles que hablan. Su voz parece que naciera de mi voz. Susurra. Me manda a callar y a dormir. En el fondo del vaso de agua que es la infancia sé que es mi madre, pero no la llamo madre y ella no me llama hijo. Somos dos desconocidos que se quieren y se abrazan para estar menos solos. Debajo de la almohada escondo piedras. Antes de caer vencido por Nadie, deslizo la mano y le entrego una piedra. “Te enamoran las piedras”, me dice. Y yo sonrío en el fondo de una con manchas marrones.
En la noche me visitan los muertos hermosos.
Los colecciono como a las piedras que noche tras noche van desapareciendo…

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