viernes, 2 de enero de 2015

HÉCTOR ÁLVAREZ MURENA Y LA POÉTICA DEL ORFISMO

El alma tiene un tiempo eterno, y la historia tiene un tiempo caído…
Murena: El secreto claro.
Por Graciela Maturo


1.- Introducción.
Puede llamar la atención que nos atrevamos a plantear la poética de Murena con relación al orfismo, corriente que ha prevalecido en Occidente a partir de la Grecia antigua, impregnando los tramos del humanismo, el barroco y el romanticismo, con sus secuelas simbolistas y post-simbolistas. Murena es un solitario, un outsider; se lo suele asimilar forzadamente a grupos como los de las revistas Sur, o Contorno. Por mi parte creo que generacional y culturalmente podría asimilárselo a la generación del 40, penetrada por el humanismo metafísico,cierto existencialismo heideggeriano y la revitalización de las tradiciones religiosas.
De todos modos, admito que es difícil encasillar a Héctor Álvarez Murena (1923- 1975) o establecer definiciones terminantes para su rica y poliédrica personalidad.
Se inició literariamente publicando cuentos, luego de sus incompletos estudios de ingeniería y de filosofía, pero es más conocido por sus ensayos filosóficos. En la revista Verbum, donde escribieron Cortázar y Eduardo Jorge Bosco, publicó en 1948 unas «Reflexiones sobre el pecado original de América» que anticipaban el libro de título similar, aparecido en 1954. Tanto esa década como la siguiente fueron recorridas en nuestros países por una inquietud americanista que dio sus frutos en novelas y ensayos memorables.
Murena, como otros, frecuentaba a pensadores como W.F. Nietzsche y Martin Heidegger, que hicieron la crítica de Occidente, y sustentaba cierto pesimismo sobre la posibilidad de que el latinoamericano pudiera sacudirse esa pesada carga de cultura para construir realmente un Mundo Nuevo. Su segundo libro Homo atomicus (1961) llamó la atención por la originalidad de un pensamiento que pretendía una verdadera epopée histórica. Acaso influido por la explosión atómica de Hiroshima, pensó Murena en una drástica explosión cultural necesariamente seguida de un retorno a las fuentes.
Lo conocí en Mendoza, cuando publicado ese libro, muy comentado en su momento, fue invitado por el profesor Juan Adolfo Vázquez para exponer sobre él en la Universidad de Cuyo. Desde entonces seguí sus publicaciones - escribió novelas, cuentos e incluso un drama, El juez (1953 ) - pero era su poesía, y su pensamiento poético, lo que más me interesaba de su labor. Luego, ya en BuenosAires, conversé con él sobre el tema.
En tren de evocar su fascinante personalidad, haré una breve referencia a su último libro La metáfora y lo sagrado.
2.- El humanismo recobrado.

La palabra crisis va unida a la Modernidad y hasta parece consustancial con ella. La historia occidental acompaña un estado de crisis permanente, que entraña la parcial y progresiva destrucción de la cultura tradicional, y también sucesivas recuperaciones, que se hallan a cargo de la filosofía y de las artes. El gran movimiento llamado Romanticismo es acaso la más profunda y duradera de estas reacciones, y sus actores han tenido discípulos en esta orilla del Atlántico. Los poetas argentinos que asoman a la expresión literaria en la década del 40 se enfrentan a un mundo que empieza a mostrar signos de acentuada inestabilidad. Ya no se trata solamente de la guerra, que viene a desgarrar nuevamente a Europa y se extiende por el mundo. Se trata de la caída de las instituciones,de la tradición, de los valores, caída que se vino acentuando desde entonces hasta el presente, generando un cambio cultural muy profundo. En los años 60 la «crisis de la modernidad» asesta un duro golpe a las diversas formas del humanismo en Europa y América. Nacela cibernética, la exaltación de la escritura, la progresiva abolición de la voz y el logos. 1
Fruto de esa crisis y abocado a la recuperación de ese humanismo perdido, aparece el pensamiento de Murena, que se vuelca a distintos caminos de espiritualización: la poesía, la mística y la apertura hacia el Oriente. La obra poética de Murena se inicia con su libro La vida nueva (1951). Publica luego El círculo de los paraísos (1958), El escándalo y el fuego (1959), Relámpagos de la duración (1962), El demonio de la armonía (1964), El águila que desaparece (1975). De este último libro, que se publicó después de su muerte, es el poema que su mujer, Sara Gallardo, eligió para encabezar
El secreto claro:
Diálogo
somos
entre
una corza
oscura y
el secreto claro.
Así
el fin
nunca
en el fin
fenece.

Ese diálogo – que en la metáfora de la corza oscura recoge la figura tradicional del ciervo herido tomada por Marechal- se halla en la base de la poesía de Murena, que he señalado como próxima a la tradición órfica, mistérica, entendida como un acceso a lo sagrado. Si bien Murena reconoce la necesidad de la criatura humana de sumergirse en el tiempo oscuro de la historia, y a esta vertiente dedica sus novelas, y algunos de sus ensayos, reserva al poema un lugar distinto, dado por la frecuentación de la eternidad en un presente vertical, habitado por el Ser.
Las conversaciones (o una selección de ellas) de H.A. Murena con D.J. Vogelmann sobre aspectos relacionados con esta temática, fueron transmitidas por la Radio Municipal entre 1971 y 1972, e integran el libro El secreto claro, preparado por Vogelmann con ayuda de Sara a partir de grabaciones parciales de los oyentes, y publicado por esta última en 1978, ya muertos los interlocutores. A lo largo de esas páginas puede corroborarse el sentido sagrado de la poesía para Murena, así como su acercamiento permanente a la mística, el budismo zen, el sufismo, el jasidismo, el shamanismo, y por supuesto al cristianismo en sus aspectos más profundos y reveladores: Eckhart, los místicos cristianos, los grandes filósofos a quienes rescatan ambos como portadores de ese fondo religioso que prevaleció en Occidente y cuyo rescate permanente se halla a cargo de los poetas.
La metáfora y lo sagrado2 es la obra elegida para esta reflexión sobre la poética de Murena. En las mencionadas conversaciones con Vogelmann se esbozan todos sus temas. Fue publicada en Caracas por el poeta Juan Liscano, cuya amistad hemos compartido juntamente con Eduardo A. Azcuy: intentábamos revitalizar el orfismo y la concepción del poetizar como un oficio sagrado. Por mi parte me atreví a proponer los textos de Murena, con los de otros teóricos-escritores, como material de mis clases universitarias.
Cuatro breves ensayos, que alternan lo narrativo, lo poético y lo teórico, dan cuenta de la «zona» de encuentro, como diría Tarkovski, a la que Murena se siente llegado después de una búsqueda incesante a través de la exploración del mal y del tiempo.
Una melodía recobrada en un momento de la vida puede obrar el cambio: «Tenía noción de que el Universo era de esencia musical.3 En el principio era el Verbo. Dios crea nombrando con ondas sonoras...». «Ser música» se llama este ensayo que adopta la forma de un relato autobiográfico: «El cantor era todos los instrumentos. Pero lo que brotaba con mayor claridad era aquello hacia lo que el canto crecía en homenaje: el silencio... Comprendí después que me había sido dado asistir al origen del arte.» Descubre Murena, como Julio Cortázar - como antes Sor Juana Inés de la Cruz-, que no es en la autonomía estética donde el arte logra sus notas más altas, sino en ese reino intermedio en que se instala como mediador, a partir de profundas experiencias transformadoras. «El arte, al entregarse al relativo materialismo de lo estético, indica que su autonomía ha tenido el precio de perder el
contacto directo con lo absoluto».
En «El arte como mediador entre este mundo y el otro» se pregunta Murena por la melancolía, no como potencia puramente negativa, sino como iniciadora de un movimiento del alma hacia su origen. (No conozco definición más profunda y abarcadora de lo que ha sido en conjunto la generación
poética del 40). Ese movimiento busca las expresiones del arte. «El arte, la esencia del arte, es la nostalgia por el Otro Mundo» (p. 24) Y sentencia platónicamente: «La obra revela el mundo arquetípico que allende lo sensible es sustrato del mundo apariencial» (p. 26). Sin embargo, el arte es presencial. Su propio obrar, como lo preveía el orfismo tradicional, pone en marcha una energía salvífica, y abre camino a la presencia. Lo presencial del arte redime al artista de la melancolía que lo ha movilizado, cumpliendo una doble operación: es llevar «más allá» (meta-phorein) y traer «más
acá».
Murena ha considerado con clara visión la trayectoria trágica del arte contemporáneo, que asiste en su contexto cultural a la etapa de la nigredo alquímica. No es pesimista, sin embargo, en tanto el artista sea consciente de ese paso por los infiernos.
El arte, dice Murena, reclama humildad. Vemos asomar nuevamente aquella docta ignorancia de Nicolás de Cusa, hecha de fe en Dios y en la naturaleza divina del hombre, y de aguda conciencia de las limitaciones racionales. 4
Sólo el artista que lo comprenda podrá forjar «el poder espiritual del silencio interior capaz de vencer todas las negatividades» (p.53). El tercer ensayo, «La metáfora y lo sagrado» entra más a fondo en la definición de la Belleza. Nos previene de la estética, pero en realidad es al esteticismo al que condena. Para Murena, como para la vasta familia del humanismo, el arte no es fin en sí mismo (como han afirmado eminentes teóricos del siglo XX, tan repetidos en el ambiente universitario) sino símbolo, mediación. «La calidad de cualquier escritura depende de la medida en que transmite el misterio». Las grandes obras de la literatura son poéticas, arquetípicas.

«La operación de la metáfora es fe» (p. 63).
«La poesía no juzga, nombra mostrando, es sustantiva, crea, salva» (p.65).
«El arte es la operación mediante la cual Dios mueve el amor
recíproco de las cosas creadas» (p.67).

Cortázar habló del arte al que aspiraba, -extremando, por supuesto, una aspiración no cumplida- como «dibujos de tiza en las veredas». Por su parte Murena dice «El arte realmente grande no viene a mostrarse. Aparece, es cierto. Por su brillo desusado nos llama. Pero el arte esmovimiento. Y pasa» (p.70). «El artista es menor cuando se aferra a la Tierra, con olvido del Cielo» (p. 71). Su destino es llevar una vida poética, resucitar el Adán primordial. El último ensayo es «La sombra de la unidad». Allí contrapone Murena dos imágenes tomadas de la tradición judeocristiana: Babel y Pentecostés, para explicar el problema de la palabra, «el más peligroso de los bienes» en el decir de Hölderlin. El lenguaje, que ha dividido a los hombres; también puede llegar a reunirlos. Claro, no será el lenguaje de la habladuría, del que habla Heidegger, sino el lenguaje esencial, grávido de significaciones, la poesía. «Pentecostés es una obra del arte romántico. El arte romántico es la representación del mundo que procura restablecer la Unidad anulando la distancia». Pero esa distancia misma es medida e incorporada a la percepción del artista romántico, y exige que éste sea, «una personalidad de alta fuerza transfiguradora» (p. 107).
Tal vez le sea imposible al hombre occidental alcanzar la serenidad imperturbable del Buda, o la visión equilibrada del Tao. Su caída, su dispersión, son fuente de una tragicidad cuya dimensión ha comprendido Murena como un destino irrenunciable. Al mismo tiempo advierte la grandeza de ese destino que el artista occidental genuino ha protagonizado en alto grado: ha sido el hijo pródigo que aceptó el desafío de la intemperie y a partir de ella pudo vivir gozosamente el retorno a la casa.


1 Jacques Derrida (La voix et le phenomène, 1967) denuncia la continuidad de una
«ontoteología» filosófica en la tradición occidental, aunque constata su destitución
por una fuerza destructiva del sentido y el sujeto.
2 H.A. Murena: La metáfora y lo sagrado. Tiempo Nuevo, Caracas, 1973.
3 Una vez más recuerdo a Cortázar, y a través de su obra al que fuera su
maestro, Arturo Marasso: El mundo era tan sólo una música viva.
4 V. Nicolás de Cusa: Docta ignorancia [De Docta ignorantia, 1440] Trad.del
latín, pról. y notas de Manuel Fuentes Benot. Ed. Aguilar, Buenos Aires, 1961.

dibujo: Ileana Andrea Gómez Gavinoser Nº 17 SEPTIEMBRE 2013

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