por Rodolfo Alonso
Nunca alcanzó entre nosotros el nivel de una pasión colectiva, como el tango o el fútbol pero, por lo menos, solía ser hace décadas algo así como un valor universalmente aceptado. Un cartabón, un criterio que se respetaba aunque no siempre se lo practicase. Algunos, idealistas, llegaban a adjudicarle al buen libro, a la buena literatura, incluso un papel saludable, benefactor, cuando no directamente recuperador, y hasta regenerador. Hoy, la pérdida del hábito de leer no sólo se empina en encuestas de todo tipo, aquí y en el exterior, sino que se palpa directamente en la vida cotidiana, y en los estratos más inimaginables.
La cuestión acuciante no pareciera residir ya en detectar el problema sino, por el contrario, en buscarle un sentido y evaluar sus consecuencias. Algunos recurren a los incesantes progresos digamos mecánicos del audio, el video o la informática para pretender demostrarnos, con la insinuación de que esos adminículos son medios suficientes para acceder a lo que llaman “una vida moderna”, que el destino del libro está signado por el cambio de los tiempos. Olvidan, al decirlo, recordar que la invención de la imprenta fue también en su momento un progreso tecnológico, y que sus liberadoras consecuencias de descentralización del saber, indeseable para quienes detentaban el poder, pretendieron ser entonces coartadas o desviadas. Porque el problema no reside por supuesto en la bienvenida inventiva tecnológica, sino en la forma conque se la utiliza, en su uso cuando no en su manipulación. Y fue el pensador francés Jacques Attali, no poco antes de que se disolviera la URSS, quien vaticinó que, a los cinco mil años de imperio de la fuerza, le iba a suceder el imperio del dinero.
Hoy, no sólo en nuestro país, a la sociedad de consumo en que ya veníamos inmersos se le ha añadido, reforzándola, lo que se ha dado en llamar también sociedad del espectáculo, donde desde el más aberrante escándalo hasta el dolor más íntimo pueden volverse igualmente show. En ese contexto, lo que fue en sus comienzos una por cierto ya temible industria cultural se ha convertido ahora en algo así como una civilización: la cultura masificada. Su meta no es por supuesto el servicio, sino el lucro. Su objetivo es el entretenimiento, no el conocimiento. Sus valores no son la ética o el humanismo, sino el rating y el rédito pecuniario. Disfrazada de modernidad, cuando no de posmodernidad, resulta tan antigua como el oficio más viejo del mundo.
Frente a la anonadante invasión audiovisual, que no somete ni obliga sino que seduce y persuade, el simple acto de la lectura implica de por sí la conquista de un espacio de reflexión y de autosuperación. Frente a la avasallante nada que nos halaga para hacernos objeto de su culto, para volvernos literalmente objetos, el dominio de la buena lectura es, igual que el amor, y tal como lo definiera Sartre, el encuentro de dos libertades que concuerdan. Nada más escandaloso ni aparentemente más difícil en los tiempos light que corren, tan corrosivamente superficiales, pero también quizás nada más fecundo ni realmente gratificante.
Porque la buena lectura nos devuelve al lenguaje, y el lenguaje no es por supuesto apenas un mero medio, un instrumento más de comunicación. Si así fuera, ¿por qué el gran poeta italiano Biagio Marin hubiera escrito su magnífica obra en el dialecto natal, que sólo hablaban unos pocos cientos de marineros y pescadores de su isla de Grado? El lenguaje es una riqueza específicamente humana. Es más, el lenguaje nos hace hombres, somos hombres porque tenemos memoria y porque somos lenguaje. Y nuestra lengua constituye irremisiblemente el umbral mismo de la condición humana, de la hominidad. Atacado hoy directamente en sus orígenes, el pueblo que se ha vuelto ahora por lo general apenas consumidor cuando antes era creador y fuente, nos vamos empobreciendo a medida que se empobrece nuestra lengua. Y, que yo sepa, y aunque puedan variar lógicamente sus condicionantes tecnológicos (después de todo, el libro sigue siendo básicamente el mismo desde Gutemberg), es en los muy buenos libros donde se encuentra la manifestación más alta, el genio de cada lenguaje humano.
Allá por la década de los cincuenta, fue precisamente un gran escritor, Ray Bradbury, quien imaginó en su premonitorio Farenheit 451 un universo aterrador donde las bibliotecas resultaban de tal manera el gran enemigo que había cuadrillas instantáneas de “bomberos” para eliminarlas, incendiándolas, a la menor noticia. Aquel libro se cerraba con una límpida parábola: bien ocultos en un bosque, había seres humanos capaces de arriesgar su vida memorizando cada uno un buen libro para evitar su destrucción.
No sé si ha llegado ya el momento de pensar en recurrir a algo semejante. Sólo sé que ahora hemos descubierto que no se necesitan el fuego o la censura para silenciar los buenos libros. Que, como bien dijo nada menos que George Steiner, uno de los últimos grandes humanistas europeos de nuestra época: “Hoy, la censura es el mercado”. Y, por si ello fuera poco, nos queda también la reflexión de ese Octavio Paz a quien los seudoliberales de estos tiempos parecían aparentemente rendir culto, pero de quien se cuidaron muy bien de difundir conceptos como el que sigue: “porque la libertad de expresión está en peligro siempre. La amenazan no sólo los gobiernos totalitarios y las dictaduras militares, sino también, en las democracias capitalistas, las fuerzas impersonales de la publicidad y del mercado. Someter las artes y la literatura a las leyes que rigen la circulación de mercancías es una forma de censura no menos nociva y bárbara que la censura ideológica”.
Rodolfo Alonso. Poeta, traductor y ensayista argentino. Autor de más de 20 libros. Primer traductor de Fernando Pessoa en América Latina (1961). Premio Nacional de Poesía (1997). Orden Alejo Zuloaga de la Universidad de Carabobo (Venezuela, 2002). Palmas Académicas de la Academia Brasileña de Letras (2005). Título de Personalidad Cultural de la Unión Brasileña de Escritores (2005). Premio Único de Ensayo Inédito de la Ciudad de Buenos Aires (2005). Ha Publicado entre otros libros: Salud o nada, Música de cámara, El arte de callar; 70 poemas de 35 años, La palabra insaciable – ensayo, Liturgia de una lengua – ensayo, Entre dientes.
PUBLICADO EN EL Nº 9 Verano 2006/07
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