LA FIGURA AGLUTINANTE DEL ENTORNO EN LA POESÍA DE MARIO VECCHIOLI
Cuando pensé en el titulo que podría llevar esta conversación, esta breve exposición sobre el quehacer poético y el discurso lírico consecuente de Mario Vecchioli, la memoria me acercó algunos conceptos vertidos por otro poeta rafaelino: Fortunato Nari (contem-plador casi, admirador de Vecchioli). Y él se interrogaba en una oportunidad, así (cito) “¿De qué manera contribuyó a preservar la dignidad de la cotidiano, a acrecentar los patrimonios espirituales de la gente?” Y añadía “…Vecchioli marca cómo respira la criatura en un determinado paisaje, cómo late el corazón en medio de una sociedad determinada”. Las reflexiones de Nari (mucho más extensas y ricas por cierto que lo que transcribo), encausaron y dictaminaron mi decisión, pero también afirmaron la impresión –primera y personal– cuando el hijo del escritor rafaelino (el Dr. Omar Vecchioli), me obsequió –no hace mucho tiempo– el volumen editado por la Municipalidad de Rafaela “Mario Vecchioli. Obra poética” de 1997. Entonces sí, ratificado lo expresado con anterioridad, sostengo que: nadie pueda dudar de la raíz intrínsecamente rafaelina de Vecchioli, su discurso consustanciado con la región, con el paisaje.
El poeta, como ser esencialmente ético, se erige en presencia catalizadora que transforma con el sólo estar la conciencia de la comunidad que lo tiene en su seno, una nota de grandeza que confiere al conjunto de redes humanas, la trascendencia, la manifestación de un alto destino; es, en realidad, una voluntad idealista que contribuye al acervo moral, artístico, espiritual de los que lo rodean, es también, de hecho, una pieza importante, absolutamente necesaria en la complejidad del ajedrez que resulta de la relaciones de toda sociedad.
Fuerte impronta de la línea tradicionalista, clásica y en muchas ocasiones, sencilla, del grupo. Rescato los nombres de Arturo Capdevilla, Carlos Carlino, Julio Migno, Leonicio Gianello, Ricardo Rojas, Horacio Calle-Bois, Enrique Larreta, Enrique Banchs, entre otros. En orden, sus obras son: MENSAJE LÍRICO (1946); en 1948, TIEMPO DE AMOR; LA DAMA DE LAS ROSAS se edita en 1952; 1952 es el año de SILVAS LABRIEGAS (agrego que estas dos últimas señalan –a mi juicio– su periodo de apogeo); después de un paréntesis, publica en 1970; EL SUEÑO CASI IMPOSIBLE (canto a Rafaela); pasado un año, ve la luz su poemario LUGAR DE TIERRA NUESTRA, y en 1977, REITERACIÓN DEL HOMBRE.
Si bien podría ubicárselo como exponente pos-modernista, por el arrastre de un lenguaje exuberante en variadas ocasiones, y transcribo este ejemplo : “Por el decurso fausto de los días,/ lograba su ecuación del sol y aroma,/ decanta su alma tu milagro vivo,/ instala su éxtasis y –rama ópima–/ total te entrega/ áureo de nimbo su follaje de horas”, su postura personal lo aísla de posiciones radicales y lo sitúa sólo cercano a corrientes neorrománticas (como en estos versos: “Esa canción nostálgica,/ yendo la noche lejos,/ ¿Dónde la oyó mi corazón,/ que, conmovido, a meditar se ha puesto?”), emparentándolo con poetas de las vanguardias y sus innovaciones, dice “Voy por mi sangre/ y en este espacio que me habita/ pienso en el hombre/ que me sucederá tras la partida”; y además, con la lírica de neto corte plástico, tradicional. Veamos un ejemplo: “Antes, la noche inmemorial,/ el asordante caos./ Y el génesis: su resonancia cósmica,/ los ríos del origen, ululando”.
La lírica de este hombre de letras manifiesta no sólo la pintura de su tierra, como poesía –intento definirla– de provincias, sino la aseveración justa de un Yo que entiende el carácter sagrado de la vida, amante de los seres, las cosas, los sucesos de entorno: hombre y contorno, cotidianos, naturales, diáfanos y a la vez, profundos en la magia, con el apoyo de la naturaleza vital, autentica. La circunstancia particular del poeta, lo enlaza con la clara noción del hecho creador, es decir, con valores universales (no ya regionales o limitados a un espacio), que hablan de la permanencia y la universalidad de toda obra literaria. Esto que manifiesto se puede comprobar –como armoniosa vivencia de ambos y como miembros de un solo tronco verdadero-, en el siguiente fragmento de la composición Presencia del hombre: “Siempre la tierra y siempre el hombre/ en una comunión no desmentida:/ viviendo él porque lo nutre ella,/ muriendo él para a su vez nutrirla/…Por eso, si uno dice “tierra”/ la voz le suena conmovida,/ pues sabe que al nombrarla está nombrando/ al hombre y su presencia viva”. La simbiosis va unida a un ideal de poesía –podría denominarla “honesta”, entre comillas– estilística y humanamente moldeado. A propósito del estilo, la utilización sistemática de recursos como la nominalidad (uso del nombre sobre la acción; a pesar de algunos títulos como Silvas labriegas que enfatizan la acción por su misma temática), son el sustrato sobre el que se asienta toda la concepción del escritor. La acción se vuelve interna, consustanciada con los principios que el creador brinda al receptor-lector de su poesía. Es el canto con cierto aire nostálgico, por la vida buena y sencilla, plasmada con delicadeza, que consiste atisbar el goce y la pérdida al mismo tiempo. Humberto Saba declaró en una entrevista que se realizara: “Un poeta puede ser muchas cosas; pero es sobre todo, un niño que se maravilla de lo que a él mismo, ya grande, le sucede. Permanece entonces, en lo intimo de su naturaleza, mucho –demasiado- de la primera infancia, de la prehistoria suya y del mundo. Todo esto es para él una fuente de debilidades y perturbaciones infinitas. El poeta sufre de apegos excesivos al pasado…” (fin de cita). No olvidemos que el gran poeta italiano creó su discurso –como Vecchioli– a partir de su tierra, de su entorno palpitante de vida, y ofrecido para el asombro de la sensibilidad poética.
Volviendo a la obra vecchioliana, descubro en ella la presencia de un Yo subjetivo que decididamente se dirige a otro, a un tú, en perfecta actitud diagonal. El autor utiliza la función apelativa como verdadero mensaje de comunicación, incluso en el manejo de la interrogación y hasta de la misma exclamación: “Amor, hoy tengo gusto a lágrimas./ Y estoy como un ciprés de angustia,/ con las venas vacías/ y la palabra muda”. La existencia de metáforas subjetivas, emocionales, avalan este sentido intimista en relación con una correspondencia honda entre dos subjetividades. Por otra parte (lo que yo declaraba en líneas anteriores), el escritor establece un compromiso, donde él se halla sinceramente involucrado (el uso directo de la primera persona). En tal caso, el amor, los elementos del entorno, lo telúrico, avanzan hacia un cósmico concierto, cierto panteísmo que lo acerca a los poetas de la tierra: Aleixandre, Páscoli, Saba, Juan L. Ortiz, Pedroni, Fernández Moreno. Aclaro que su aproximación a cada uno de ellos, es singular y específica, determinándose en el campo de las poéticas de referencia. Por ejemplo, con Vicente Aleixandre, hay un discurso del poeta rafaelino un profundo, estrecho vinculo con los elementos de la naturaleza, y toda ella es un festejo de su maravilla vital (se produce por lo tanto, un impresionismo de gran riqueza sensorial), que así se manifiesta: “Porque la tierra siempre paga/ el tanto amor volcado en ella,/ todos los muchos campos/ son un mar único de rubias trenzas.// Espigas, más espigas, siempre espigas…// Como un unánime poema/ de oro. O un ondulante vals/ bailando por la pampa entera”. O bien su cercanía con Fernández Moreno: “¡Si uno pudiera desandar los años hasta volver a ser un niño/ e ir arrojando toda esta experiencia/ a orillas del camino! // ¡Que hermoso regresar a tiempo/ del corazón y de los ojos limpios!”. Nótese también la semejanza con el enunciado pedroniano. El sencillismo de Vecchioli se encuentra aquí expreso con una fuerza individual, personal, que dibuja nítidamente su poesía: “La vieja chacra, el patio de cloqueos,/ el perro galponero y sus ladridos,/ el patito porfiado que invadía/ la casa y embarraba el piso…”. El tono reflexivo, lleno de ternura, de apego a las cosas queridas, es una constante que se une a los otros componentes ya mencionados en la obra del gran poeta de Rafaela.
Yo percibo detrás de los poetas que hablan de su tierra (de su aldea), que hacen una afirmación del terruño (de la patria del ser), que hablan de las cosas familiares en una exaltación pura ante la belleza de los hechos más comunes, descubriéndose a sí mismos, una historia, donde la real acción se da a través del orbe de los sentimientos, de las emociones ante los seres y las cosas queridas que lo rodean. Y la historia trae siempre ecos muy lejanos, despierta en el otro sensaciones de placer, de añoranza, pero de añoranza buena, plácida, que permite ese juego de intercambio entre los hombres que es el arte. No desdeño (ni mucho menos), la visión abarcativa de campos universales, ni de temas donde la patria es el universo, no, aunque siento más próximos a mí, más coloquiales (entre comillas), a los buceadores de su propio centro, aquellos que avanzan hacia nuevos espacios con movimientos centrífugos, en cuanto a sus sentimientos, su voluntad, su visión; como un ir de adentro hacia fuera, una expansión desde el propio ser. La perspectiva se orienta a la armonización del ser, en su puesto frente y en la naturaleza; la dimensión exacta y armoniosa del mundo cotidiano se hace forma y palabra cumpliendo esa añeja concepción sobre poesía: La naturaleza misma es poesía, el poeta ve, huele, gusta, siente todas las notas, y sólo las muestra en el poema.
Creo que es necesario insistir en una relectura del enunciado vecchioliano, justamente porque forma parte de una cultura que nos pertenece, que en fin, nos identifica plenamente. Y cito la opinión de Edgardo Pesante, quien en 1974, dijo: “es quizás el más importante poeta viviente de la Provincia. Pienso que Mario Vecchiolini es un ejemplo de cómo la autenticidad sin estridencias, unida al indudable talento, sirven para alcanzar eso tan importante para justificar una vida: la obra. Esa obra que en el caso del poeta de Rafaela, está incorporada ya al acervo cultural de los argentinos”. La voz de Vecchioli se alimenta del pasado, es como un eco, como una caja de múltiples resonancias, de otras voces y este hecho la convierte en incesante, rotunda, –digo–: eterna.
Soledad
Aquí, la soledad.
La sola soledad de mi alma sola.
¿Qué se hizo de tu voz
callada ahora?
¿Qué del jardín, sólo por ti fragante?
¿Qué del incendio de la rosa?
Allá, en algún país de tiempo,
llueven ajenjo las palabras rotas.
Y un horizonte musical se quiebra
en grutas melancólicas.
¿Tal vez tu voz, y con tu voz la mía,
aun vagan por sonoras costas,
más allá, más allá del infinito,
buscando siempre la perdida aurora?
Tu distancia arborece,
y hay ráfagas amargas que preotoñan
sobre el silencio donde amarilleas.
Densas circulan, ásperas, las sombras.
El ruedo del estío, naufragado,
ya al neblinoso corazón no torna.
Y una llovizna gris –sabor de nada–
se va detrás del párpado, incolora.
Vacío, soledad.
Una abismal ausencia se desploma,
desnuda de tu acento
y de tu forma.
Frente a la angustia, con la noche encima,
¡la sola soledad de mi alma sola!
PUBLICADO EN EL Nº 15 VERANO 2008
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