POR SILVIA GUIARD
El surrealismo, como es sabido, coloca la creación al dictado del inconsciente. Y esto no porque se haya propuesto renovar los caminos de la literatura, sino porque más bien se propone dinamitarlos. En la antesala del surrealismo está la guerra, ese gran festival de destrucción de las fuerzas productivas, de trituración de los cuerpos y licuefacción de las conciencias, al que el capitalismo periódica, sino perpetuamente, se consagra. Pero ésta es la primera de su siglo, primera a gran escala, la Gran Guerra. La voz de Thánatos tonante. Es contra ese fondo trágico, contra ese infinito desamparo de trinchera cubriendo el horizonte, contra ese pozo de desconcierto y sinsentido, contra ese horror, que algunos seres jóvenes, vivientes, o, para mejor decir, sobre/vivientes, se alzarán.
Un interrogante se plantea, similar sin duda en algún grado al que más tarde va a plantearse Adorno cuando llegue a decir que, después de Auschwitz, no es posible escribir poesía. En 1919 la respuesta primera es también de una tajante negatividad. No sólo no hay poesía ni literatura posibles o válidas, no hay nada, nada más que un furor corrosivo que ataca de un solo coletazo todo valor establecido. Esto es Dadá. “Nada de pintores, nada de literatos, nada de músicos, nada de escultores, nada de religiones, nada de republicanos, nada de realistas, nada de imperialistas, nada de anarquistas, nada de socialistas (…) nada de todas esas imbecilidades, no más nada. NADA. NADA. NADA”, dice uno de sus manifiestos. Y el propio André Breton: “Dadá no se entrega a nada, ni al amor ni al trabajo. Es inadmisible que un hombre deje una huella de su paso por la tierra.”
Y sin embargo, el mismo Breton, planteándose poco después la discusión y defensa del espíritu moderno, va a proponer el abandono inclusive de Dadá que “no nos sirvió más que para mantenernos en este estado de perfecta disponibilidad en el que estamos y del cual ahora partimos con lucidez hacia lo que nos está llamando.”
Lo que llama, lo que incita, lo que se ofrece para ser descubierto y nombrado por primera vez: ya ahí, en ese primer paso hacia sí mismo, está el surrealismo en su elemento natural, que es el deseo. Ya no se tratará solamente de demoler lo que es, sino de refundar la realidad en un sentido nuevo. Cambiar la vida, como dijo Rimbaud, trasformar el mundo como dijo Marx, rehacer de cabo a rabo el entendimiento humano. El principio que está en la base de esas consignas que el surrealismo se irá dando, es, desde el comienzo, dialécticamente ligado a la imprescindible violencia destructora, el principio creador de mundos. Es Eros.
El surrealismo coloca la creación al dictado del inconsciente. No para renovar los caminos de la literatura, que le importan muy poco, sino para refundar el sentido del lenguaje, orque ¿dónde se buscará el nuevo sentido? Bien puede decirse que la guerra no es otra cosa que barbarie, puro estallido de animalidad. Sin embargo, son las palabras de la razón, de la lógica, del patriotismo, de la fe, de la moral, del deber, de la cultura, de “los valores más sagrados de la civilización”, las que la justifican, le dan lugar y la acompañan. El sentido, indudablemente, estará en otra parte.
Y allí está: ese fastuoso territorio explorado por Freud y que cada cual vislumbra cuando sueña. Allí está ese método de asociación libre que el propio Breton habrá tenido ocasión de experimentar en el hospital al que, como estudiante de medicina, es asignado durante la guerra. Y allí están los estudios sobre la histeria, las imágenes de esas mujeres cuyos gestos y actitudes revelan toda una vida pasional habitualmente reprimida por las convenciones y la moral burguesas, imágenes a partir de las cuales comenzará a formarse, sin duda, la idea surrealista de belleza -belleza de la que se nos dirá más tarde: “será convulsiva a o no será”.
De ese territorio tomarán también, y para siempre, la palanca lujosa, excesiva, imperiosa del principio de placer alzándose en contra de un principio de realidad mediocre, chato, estrecho, contracturado y sofocante.
El surrealismo coloca la creación al dictado del inconsciente para abrir brechas en la realidad, para forzar, no sólo los límites de lo decible, sino también de lo vivible. Eros es principio vital, creador, expansivo. Y Logos, ¿qué será?
“Empezábamos a desconfiar de las palabras, dice Breton en Las palabras sin arrugas, “Se trataba: 1º de considerar la palabra en sí, 2º de estudiar lo más cerca posible las reacciones de unas palabras sobre otras. Solamente a este precio se podía esperar devolver al lenguaje su auténtico destino, lo que para algunos, entre los cuales estaba yo, debía dar un gran impulso al conocimiento y exaltar la vida otro tanto.”
Lamentándose de la sujeción habitual al peso muerto de la etimología y a una sintaxis mediocremente utilitaria, denuncia Breton que esto da cuenta del pobre conservadurismo humano y del horror del infinito.
Pero he aquí que Marcel Duchamp publica en la revista Littérature unos juegos de palabras, una suerte de lapsus poéticos, que firma con nombre fingido de mujer: Rrose Sélavy. Firma y afirma, porque ese nombre está diciendo en realidad: “Eros es la vida”. Breton considera primero esos juegos como producto de un total rigor matemático. Pero entonces ocurre que, cuando Robert Desnos habla dormido, convoca a Rrose Selavy y es en su nombre que inventa, con deslumbrante inmediatez y facilidad, los mismos juegos que Duchamp, juegos que es incapaz de producir en estado de vigilia.
Esa experiencia demuestra por fin, dice Breton, que las palabras viven su propia vida, que son unas creadoras de energía. Y concluye: “Entiéndase bien lo que decimos: juegos de palabras, cuando son nuestras razones de ser más auténticas las que están en juego. Las palabras, además, han dejado de jugar. /Las palabras hacen el amor.”
Veinte años más tarde, en el poema En el camino a San Romano, escribirá:
“La poesía se hace en la cama /como el amor. /Sus sábanas revueltas son la aurora de las cosas. La poesía se hace en los bosques.”
El auténtico destino del lenguaje, ese uso surrealista del lenguaje, cuyo limpio torrente van a descubrir y liberar cuando claven su pica en el umbral del sueño, implica la reerotización de las palabras. Es lenguaje de amor.
Las palabras, cuerpos sonoros, por lo tanto físicos, sensuales, erizados, vibrátiles, son llevadas y traídas, como todos los cuerpos, por el juego de la mutua atracción; son, como las imágenes del sueño, expresión del deseo.
El deseo, dice el Léxico suscinto del erotismo -en el catálogo de la exposición surrealista de 1959, consagrada justamente a Eros-, el deseo “es la tendencia profunda, invencible, y muchas veces espontánea, que empuja a un ser a ‘apropiarse’ de la manera que sea de un elemento del mundo exterior o de otro ser. Esta tendencia culmina y se desarrolla en la sexualidad. Sus modos son innumerables y enigmáticos: La gran fuerza es el deseo / Y ven que te beso en la frente. (Guillaume Apollinaire)
La afinidad de los minerales, el celo de los animales sugieren que dicha tendencia es consustancial al universo. Pero únicamente el deseo –incesantemente ruina e incesantemente fénix- define al individuo humano. Para algunos, tiene valor por sí mismo, es un medio de conocimiento. (…)”
No es, pues, la racionalidad, sino el deseo quien define lo humano. Y este deseo es, en primer lugar, cuestión concreta, sobre la que la interrogación colectiva no deja de plantearse.
El 27 y 31 de diciembre de 1928 tienen lugar, en casa de Breton, dos jornadas sobre sexualidad. Cada miembro del grupo, por turno, interroga a los demás sobre diversos temas concerniendo la práctica de la sexualidad. Los puntos que abren ambas jornadas y a los que se les dedica más tiempo de discusión, son los siguientes:
“¿En qué medida el hombre, durante el acto del amor, se da cuenta del placer de la mujer? ¿En qué medida la mujer se da cuenta del placer del hombre? ¿En qué medida es posible y deseable que la mujer y el hombre, durante el acto del amor, gocen simultáneamente”. Y siguen cantidad de cuestiones: preferencias personales en cuanto a posiciones en el amor, partes del cuerpo, excitantes, etc., masturbación en la mujer y en el hombre, homosexualidad masculina y femenina, perversiones, fetichismo, voyeurismo, etc. La versión taquigráfica de estas discusiones aparece luego en La revolución surrealista. Seguirán, en la historia del movimiento, muchas otras encuestas que vuelven una y otra vez al ámbito del deseo y la sexualidad. En 1929 es la encuesta sobre el amor, cuya primera pregunta es: “¿Qué grado de esperanza pone ud. en el amor?” Y la última: “¿Cree ud. en la victoria del amor admirable sobre la vida sórdida o de la vida sórdida sobre el amor admirable?” En el 32, el grupo yugoeslavo interroga sobre el deseo. En los años 50, se preguntarán los surrealistas sobre el strip-tease, en los años 60, sobre las representaciones mentales durante el acto del amor, etc.
Se trata, como dice Maurice Nadeau en la Historia del surrealismo, no de un mero afán de confesión, sino de sacar a la luz lo reprimido, de objetivar una riqueza oculta que se multiplica por la misma diversidad que pone en evidencia. Se trata de sacudir la carcasa rancia de las costumbres.
Y en 1928, desde luego, la publicación de estas jornadas es un acto evidente de provocación y escándalo.
Todos los medios son buenos, dice el segundo manifiesto, para destruir las ideas de patria, religión y familia. Los surrealistas, dice, no pueden contener la necesidad de “reírse como salvajes ante la bandera francesa, de vomitar su asco en la cara de cada sacerdote, de apuntar contra la ralea de los ‘deberes primordiales’ el arma de largo alcance del cinismo sexual.”
De la amplia gama de registros que van del “cinismo sexual” a ese carácter “erótico-velado” que Breton reconoce en la belleza convulsiva, la expresión sensible de los surrealistas pulsará distintas teclas, en la misma medida en que en la expresión del amor caben suspiros y blasfemias, gritos, silencios y susurros. “Arma de largo alcance” es también la obra del Marqués de Sade, nadamente reivindicado como “uno de los polos extremos de la rebelión,”, que levanta en “las comarcas sometidas a la supuesta ley divina, a la supuesta ley natural, a la supuesta ley política”, la protesta humana esencial, que es el deseo.
Así le escribe Breton: El marqués de Sade ha regresado al interior del volcán en erupción /De donde había venido
Con sus hermosas manos todavía adornadas con flecos /Sus ojos de muchacha Y esa razón a flor de sálvese quien pueda /Que es la suya /Pero desde el salón fosforescente de lámparas de vísceras /No ha dejado de lanzar las órdenes misteriosas/ Que abren una brecha en la noche moral/ Por esa brecha veo/ Que las grandes sombras tambaleantes la vieja corteza minada/ Se disuelven/ Para permitirme amarte/ Como el primer hombre amó a la primera mujer/ En total libertad/ Esa libertad/ Por la cual el fuego mismo se hace hombre/ Por la cual el Marqués de Sade desafió a los siglos con sus grandes árboles abstractos/ De acróbatas trágicos/ Enganchados al hilo de la Virgen del deseo.
Por esa brecha, que perfora la noche moral, llegamos al amor. Amor admirable, amor recíproco, amor carnal, amor único, amor pasión, amor deseo, amor loco, amor sublime. Escriben Breton y Eluard en L´immaculée conception (La inmaculada concepción) “El amor recíproco, el único que podría interesarnos aquí, es aquél que pone en juego lo inhabitual en la práctica, la imaginación en la rutina, la fe en la duda, la percepción del objeto interior en el objeto exterior.”
Es inexacta -sino malintencionada- la tesis de Xavière Gauthier que, en su libro sobre surrealismo y sexualidad, sostiene que por esta reivindicación insistente -y a veces desesperada- del amor recíproco y exclusivo entre dos seres, el surrealismo regresa al matrimonio y a la familia burgueses, a la sujeción de la mujer a la vida doméstica, etc. Afirmar esto implica olvidar que esa búsqueda del amor es consustancial en los surrealistas con la reivindicación apasionada, no sólo de Sade, sino también de las ideas de Fourier, quien soñaba un nuevo mundo amoroso y escribía: “La felicidad consiste en tener muchas pasiones y muchos medios para satisfacerlas”, o: “La felicidad del hombre, en el amor, es proporcional a la libertad de la que gozan las mujeres.” Es en la Oda a Charles Fourier que escribe Breton: “La familia: Lugar actual de culminación del sistema de dos pesos-dos medidas: hijos de familia y niños abandonados. En el ojo vacilante del siervo el aplomo del castillo feudal. La familia se destaca en apartamiento, en pisoteo, en egoísmo, en vanidad, en división, en hipocresía y en mentira, tal como lo sanciona el escándalo persistente y sin paralelo de la herencia.”
Estas palabras, escritas después de la segunda guerra, dejan en claro que la defensa del amor estuvo siempre ligada en los surrealistas a sus aspiraciones revolucionarias. Tuvieron permanente conciencia del antagonismo entre la “vida sórdida” y el “amor admirable”, cuya realización plena y generalizada sólo llegaría a ser posible después de un trastocamiento revolucionario de las condiciones de existencia. “Pero a este amor, portador de las más grandes esperanzas traducidas en arte desde hace siglos, no veo qué ha de impedirle vencer en condiciones de vida renovadas”, escribe Breton en El amor loco (el subrayado es suyo).
Para concluir, quiero citar las palabras de Robert Benayoun, en su introducción a la Erótique surrealiste: “La aventura surrealista tiene de revolucionaria (entre otras cosas) que, quizás por primera vez en la historia, ha dotado al sexo de un medio de expresión. El erotismo se expresa directamente, abandona el mundo del silencio. Este sobrepasamiento ilimitado del ser, este naufragio de las referencias que procura el éxtasis, el surrealismo lo ha expresado en términos obsesionantes, en el vértigo automático. Finalmente, en un intento más deliberadamente reivindicativo, asegurando lo que se ha podido interpretar como la unidad del espíritu y del deseo”.
Cuadro de Salvador Dalí: Joven Virgen Autosodomizada por su castidad
PUBLICADO EN EL Nº 10 Tercera Época Otoño 2007
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