Alejandro Elissagaray. —¿Qué significó para usted la traducción de autores tan complejos como Dylan Thomas y Edgar Allan Poe?
Elizabeth Azcona Cranwell. —En el caso específico de Dylan puedo decir categóricamente que implicó un camino inevitable por la identificación que siempre tuve con ese admirable poeta galés. En sus textos transitan en general los mismos ejes te-máticos que se hallan en mi propia obra literaria: el nacimiento, la infancia, la adolescencia, la sexualidad, la religión, la muerte, el idioma del paisaje. A través de una concepción basada en un múltiple universo de símbolos, supo incorporar en su lenguaje escritural todos los atributos esenciales correspondientes a un hombre comprometido con la más intensa vitalidad.
Está claro que él y yo no somos lo mismo, y no lo estoy diciendo desde el planteo estético, dado que ello constituiría una excesiva jactancia de mi parte. No somos lo mismo, digo, en razón de su pertenencia a una visión extrema de la realidad. Yo tal vez, pese a esa natural dosis de rebeldía de la que ya hicimos mención, soy más complaciente que él con lo que nos rodea. Me molestan, me perturban las iniquidades de esta vida, pero no aspiro a la disolución absoluta y acelerada de todos los emblemas que el mundo nos muestra a diario.
Pero preferiría seguir hablando de aquello que nos une. Además del rechazo a la coerción a la li-bertad de un sistema de valores impuesto artifi-cialmente, lo que me aproxima a su figura es esa inclinación hacia el esoterismo que aparece en su poesía, me seduce su sentido visionario y de alguna forma me ha aportado muchos elementos para comprender el existir.
Él percibió todo lo que significaba el fenómeno de la transmutación en la vida natural y humana, en el vasto paisaje de Gales y en el duro habitar de los hombres en la tierra. Su perspectiva intelectual era la de un esoterismo hundido en la raíz de la naturaleza.
—Habla de Thomas con un indisimulado apasionamiento.
—Precisamente es eso lo que me sugiere su figura. Thomas fue acaso, el más perdurable de los poetas ingleses nacidos en el siglo XX, cuya originalidad empezó a despertar interés desde la plenitud de su adolescencia.
Era hijo de un maestro de escuela. Pero esa circunstancia de ningún modo influyó en su personalidad. Para caracterizarlo como corresponde no podemos dejar de mencionar su temperamento algo extraño y el tumulto de una vida que explica perfec-tamene el rumbo de su poesía: atravesado por el alcohol y el nomadismo, en su obra trasunta el caos y las señales de la religiosidad y la vocación profana al mismo tiempo.
—La obra de Dylan Thomas revela un alto grado de panteísmo.
—Más bien diría que se trata de un panteísmo sui generis que gobernó prácticamente la totalidad de sus textos, que no lo apartó del mundo, sino que lo ayudó a sentirse parte insoslayable de él y por lo tanto sujeto a las leyes que impone a sus criaturas. Gracias a Thomas el nivel de mi visión de las cosas llegó a alcanzar grados de altura que en anteriores años no hubiera sospechado…
—¿Esto quiere decir que la determinó como poeta?
—Me deja pensando… A veces creo que sí. La trascendencia de un autor de su magnitud nos abre tantos senderos cognoscitivos que no admitiría hablar de una determinación sobre nosotros mismos, sino de un rumbo de libertad creativa basada en o-tro modo de asimilar la poesía y el mundo. Precisamente, Dylan me ayudó a despojarme de supuestos maestros y a entender de qué se trata ser un artista libre, en el estricto sentido de la expresión.
—¿Por todo esto se desprende que la traducción de su obra terminó convirtiéndose en un hecho inevitable?
—Fue evidentemente un hecho inevitable, una resultante de haber descubierto el maravilloso universo de su poesía, pero en términos concretos sur-gió a raíz de una propuesta del poeta, crítico y doctrinario del surrealismo argentino Aldo Pellegrini. En-tonces yo era bastante joven y una idea de esta na-turaleza me provocaba un incontenible temor. Sin embargo se terminó imponiendo la insistencia de aquél y en especial su opinión favorable de algunas traducciones sueltas que yo había hecho de Tho-mas. Así fue como después de tres arduos años concluí la tarea y pude encontrar un eco favorable en Editorial Corregidor que lo publicó sin ninguna vacilación.
A todo lo expresado quiero sumarle las impl-icancias que tuvo el trabajo. Con el objeto de descifrar el sentido último de sus imágenes y símbolos, me vi obligada a recurrir a diversas fuentes. Por ejemplo, a una veintena de libros provenientes de bibliotecas de los Estados Unidos y Francia, obviamente escritos en francés y en inglés, y de algunos amigos también fascinados por la poesía de Thomas.
Este abordaje sí fue determinante (ahora cabe el término utilizado por usted) para desentrañar los universos posibles de su escritura, donde también podemos hallar cierta correspondencia con los textos bíblicos, con el psicoanálisis de Sigmund Freud y la obra narrativa de James Joyce, así como también con las leyendas y mitos de Gales, esa tierra que amó entrañablemente.
—Supongo que la experiencia con Poe habrá transitado por otros senderos…
—Aparentemente, sí, pero si bien con Poe jamás me sentí tan familiarizada como con Dylan, la satisfacción que me produjo este nuevo empren-dimiento fue inmensa. Al gran poeta y narrador norteamericano lo admiro de otro modo, digamos más intelectual. La visceralidad que me provocaba el contacto con el autor galés no se dio con el creador de El cuervo. Sin embargo, me hallaba muy consustanciada con el clima alucinatorio de su poesía, la lucidez desafiante de su prosa ensayística y la fantasmagoría inigualable de sus cuentos.
El otro elemento es la seducción que siempre manifesté hacia esa característica tan suya de autor maldito sumergido en el infierno, pero tan necesitado de una profunda piedad. A caballo de la tremenda contradicción reflejada en una visión necrofílica y a la vez en la constante búsqueda de una vida ideal y armónica, Poe fue el testimonio cabal de una rebeldía sumida en las sombras en un período de la historia del país del Norte caracterizado por la banalidad y la hipocresía.
—Un caso totalmente opuesto al de Walt Whitman.
—Me parece que entre uno y otro más bien priman otros factores. Whitman es el símbolo del humanista de la incipiente democracia norteamericana y por lo tanto el tono esperanzador que utiliza se vincula con la necesidad de consolidar un espacio de libertad. Al igual que Poe, y sin ser en absoluto un genio maldito, combate contra la hipocresía, claro que de otros modos. Aquí habría que aclarar algo: lo que rechaza Poe no es la democracia, sino la utilización mezquina y artera que la dirigencia política de entonces hace de este sistema. No podía ser de otra forma porque él, como buen romántico, era un fervoroso defensor de la libertad y la justicia.
Pero su personalidad se ubica en las antípodas del intelectual con una perspectiva ideológico-política. Por otro lado, si bien estaba enterado de la historia de su propio país y también de otras regiones del planeta, no sabía demasiado de política. Las referencias históricas a las que acude, que no son tantas, son una excusa perfecta para desnudar el lado perverso de los hombres. El acento está puesto fundamentalmente en los falsos códigos de la humanidad, lo cual trasciende el ámbito geográfico o social. Desde allí lo sombrío de sus conmovedoras páginas se convierte en un tenaz grito alucinatorio, en un instrumento de la disconformidad que sólo un ser tan hipersensible podía manifestar.
—Elizabeth, quiero confesarle algo: durante mi adolescencia la lectura de Poe me llevó a sentir una fascinación de tal naturaleza por su figura que finalmente terminó cofirmando mi vocación literaria.
—No me parece nada sorprendente lo suyo. Tanto Thomas como Poe son autores que encienden el fulgor en el alma. En mi caso personal, la tarea de traducir a estos y a otros más titanes de la literatura universal me ha enriquecido muchísimo, aunque aparentemente no haya sufrido ninguna influencia estética de ellos. Me han acompañado en el oscuro itinerario zigzagueante de la literatura, que constituye el único punto de consolidación de mi persona.
VEINTICUATRO AÑOS
Veinticuatro años rememoran las lágrimas de mis ojos.
(Enterrad a los muertos para que no marchen
/penosamente hacia la tumba.)
En el dique de la puerta natural me acurruqué como
/un sastre
que cosiera la mortaja para una travesía
bajo la luz del sol devorador de carne.
Vestido para morir comencé el contoneo sensual
las venas rojas llenas de dinero,
en dirección final a la ciudad rudimentaria
avanzo mientras dure lo que existe para siempre.
Dylan Thomas
(Traducido por Elizabeth Azcona Cranwell)
Del libro:
INTRAMUNDOS - CONVERSACIONES CON ELIZABETH AZCONA CANWELL
Editorial Nueva Generación, 2004
PUBLICADO EN EL Nº 11 INVIERNO 2007
No hay comentarios:
Publicar un comentario