lunes, 28 de septiembre de 2009

DARÍO: UNA NUEVA LENGUA PARA AMÉRICA

Por Jorge Ariel Madrazo

«...En mi república, y en las cuatro
de Centroamérica, se me llamó ‘el poeta niño»
Rubén Darío

«Como cada palabra tiene un alma, hay en cada verso, además de la harmonía verbal, una melodía ideal. La música es sólo de la idea, muchas veces (...) Y la primera ley, creador: crear. Bufe el eunuco. Cuando una musa te dé un hijo, queden las otras ocho encinta».
Ya está todo —o casi— en estas palabras liminares de Darío a sus Prosas Profanas y Otros poemas (1896-1901). El gran nicaragüense, nacido en Metapa el 18 de enero de 1867 con los nombres de Félix Rubén García —el «Darío» era un patronímico familiar originado en el jefe del clan, Darío Mayorga—, diseñaba allí los presupuestos conceptuales de su revolución lírica: por un lado, la autocon-ciencia creadora, la lucidez acerca de las flamantes y dinámicas posibilidades y desafíos de la herramienta literaria, tanto en poesía como en prosa ; una faena colocada por una parte bajo el imperio de la racionalidad («música de la idea») —aunque valga una salvedad: esa Idea era, asimismo, la Psique en su sentido más abarcador, sin excluir la acepción mallarmeana—, no obstante la irrestricta libertad de la inspiración. Por otro lado, ya despuntaba en aquel Darío inicial la sensualidad vitalista que, en aparente paradoja con lo primero, lo había inducido a confesar: «Mi musa es musa que sus alas pliega / primero que intentar subir la cumbre / abajo se solaza, ríe y juega...».
Sensualidad y racionalidad-espiritualidad que, como tan acertadamente señaló Angel Rama en su prólogo-estudio a la Poesía de Darío (Biblioteca Ayacucho, Venezuela, 1977), se manifestaban en coincidencia con «la demanda de un nuevo arte que estaba planteando el sector más avanzado y educado de las sociedades latinoamericanas, en estrecha asociación con la hora universal de las culturas europeas».

poeta-niño
Azul, que vio la luz en Chile en 1888, es considerado como el libro que representó la máxima elaboración del modernismo poético; una corriente que surgía de la ebullición de la sociedad ochocentista en crisis, del agotamiento de los moldes literarios heredados y del desdén que los artistas más sensibles concebían hacia la hipocresía y vulgaridad imperantes. Y no por azar, aquel poemario de Darío nació en suelo chileno; la tierra donde, entre 1916 y 1918, brotaría el otro gran movimiento americano de vanguardia, el creacionismo, de mano de Vicente Huidobro. El país trasandino, juntamente con la Argentina, donde Darío viviría entre 1893 y 1898, se hallaba a la delantera en el campo cultural; Chile acogía toda obra innovadora, en particular de Francia y España.
El hombre que publicó Azul a los veinte años, era el mismo que a los tres ya había aprendido a leer en la casa de sus tutores Félix Ramírez y Bernarda Sarmiento (su madre, Rosa Sarmiento Alemán, se había separado de su padre Manuel García Darío) ; la infancia de Rubén transcurrió en la misma ciudad de León donde sería enterrado el 13 de febrero de 1916. Ciudad atravesada por terrores y leyendas: «Me contaban cuentos de ánimas en pena y aparecidos...». A los diez años, según reveló en su Autobiografía, tuvo sus primeras lecturas: el Quijote, Las mil y una noches, la Biblia; los Oficios, de Cicerón; Corina, de Madame Stäel; y un tomo de comedias clásicas españolas. Dos años más tarde escribe su primer trabajo conocido, el soneto «La fe», y enseguida seguirá publicando en diarios y revistas, algunas dirigidas por destacados hombres públicos. Hay que resaltar su propia afirmación: «...En mi república, y en las cuatro de Centroamérica, se me llamó ‘el poeta niño». Tenía apenas quince años cuando, en 1882, lee su poema «El Libro» -nada menos que cien décimas- en una celebración efectuada en el propio Palacio gubernamental, y ante el presidente Joaquín Zavala...
La fama, la precocidad, las cambiantes pero siempre próximas relaciones con las esferas públicas —más tarde llegarán la actividad diplomática y la periodística— nutren el mito: sus allegados juran que a los 18 años había memorizado el Diccionario de la Real Academia...
Leyendas al margen, lo cierto es que esa artifi-cialización de lo natural, lograda por Darío hasta un punto no alcanzado antes en lengua española —a excepción de Góngora—, era una expresión artística que traducía la audaz autonomía del campo semántico, así como los vertiginosos procesos del desarrollo social-urbano y la mayor especificidad de la cultura, sobrepuestos a la «naturaleza en estado puro» exaltada por los románticos. Las orfebrerías y audaces empresas del hombre, el eterno prestigio de la mitología, reclamaban su lugar. Como ha radiografiado con acierto Octavio Paz, en Cuadrivio: «El modernismo era el lenguaje de la época, su estilo histórico, y todos los creadores estaban condenados a respirar su atmósfera».
Por ello, aunque con muy diversa filosofía poética, Darío iba a anticipar la genial intuición de Huidobro : en 1888 (año en que junto con Azul apareció el primer libro que el nicaragüense entregara a la imprenta, Epístolas y poemas, si bien un año antes, y mientras trabajaba como inspector de la Aduana de Valparaíso, habían visto la luz sus Rimas y el singularísimo conjunto Abrojos), Darío postuló: «Hacer rosas artificiales que huelan a primavera, he ahí el misterio». Enunciado no muy diferente al que formularía con posterioridad el chileno: «Por qué cantáis la rosa, oh poetas / Hacedla florecer en el poema...».
<Una alquimia apasionada
Condenados o no a beber de la copa del modernismo, una pléyade de renovadores se dio cita en esa América finisecular que exaltaba la urgencia del conocimiento como imprescindible ariete del progreso.
En Darío, ese conocimiento está hecho de sincretismo, de un virtuosismo capaz de manejar con erudición —para emularlos o para contradecirlos— tanto a Hugo como a Verlaine («Con Hugo fuerte y con Verlaine ambiguo») o Bécquer o de Lisle, a Whitman como a Catulle Mendés o Mallarmé, avanzando con su propia voz hacia una sorprendente revolución fónica-sintáctico-rítmica; hacia esa ars combinatoria que desde el comienzo decidió no privarse de nada , ni siquiera de lo que en otro autor hubieran sido baratijas kitsch ; o una retórica asfixiada entre sus propios dioses griegos, y rubíes, y oropeles y cisnes, como a su modo le ocurrió a Lugones en cierta parte de su obra : esa faceta de la obra lugoniana atorada, además, por la obsesión de la metáfora y la rima original a cualquier precio.
Y sin embargo, paralelamente a la apasionada alquimia verbal y al culto de una eufonía encabalgada sobre un dominio pasmoso de viejos y nuevos recursos poéticos (entre otros: la homofonía a base de rimas internas, las aliteraciones —«bajo el ala aleve del leve abanico»— o la distribución de cesuras móviles, de ritmos contrapunteantes en alternancias de enorme energía, y acentos intermedios muchas veces dispuestos de modo asombroso) hay en Darío, como también destacó Rama, «una entrega jubilosa a la lengua milenaria: los hispanoamericanos mantenían con ella una relación pedregosa y equívoca, aferrados al purismo o al costumbrismo, sin atreverse a violarla pasionalmente. A esa lengua, Darío la transformará en plenamente americana y por lo mismo en profundamente hispánica. Con Darío, América se apropia de la lengua castellana a través del canto. Creo -añade Rama- que la revolución mayor que podía esperarse de un poeta fue ésta, sólo equiparable a la que en la prosa cumplió paralelamente Martí.»
El cubano José Martí y su compatriota Julián Del Casal, el peruano Manuel González Prada, los mexicanos Manuel Gutiérrez Nájera y Francisco Asís de Icaza o el colombiano José Asunción Silva ; y —posteriormente— el boliviano naturalizado argentino Ricardo Jaimes Freyre (Castalia bárbara, 1899), Lugones en la Argentina, el uruguayo Julio Herrera y Reissig (Los parques abandonados, 1908) entre otras figuras, integraron esas primeras oleadas pre-modernistas o lisa y llanamente modernistas, aunque sus protagonistas se orientaran luego por distintos caminos. Como ha dicho William Ospina, fue un milagro que ocurrió en forma simultánea en diversas regiones del continente y por el cual «la lengua castellana volvió a ser instrumento de una gran literatura y se enriqueció con la respiración de los hombres de América”.
Mucho tiempo, y vida, faltaban para llegar al Darío más meduloso y grave, más cotidiano y despojado, de Cantos de vida y esperanza, de El canto errante, de Poemas del otoño. Textos en los cuales, pese a tal giro, sigue brillando la sabiduría del gran constructor y recreador de formas y mitos. De quien fue capaz de perdurar y llegar a los públicos más variados acaso porque —él lo recordó— «como hombre he vivido en lo cotidiano, como poeta no he claudicado nunca».

Jorge Ariel Madrazo nació en Buenos Aires 1931. Ha Publicado, entre otros, los libros: Orden del día; La tierrita y otros poemas; Espejos y Destierros, Blues de muertevida; Cuerpo textual,De mujer nacido; Cantiga del otro; Piedra de amolar y Para amar una deidad.


PUBLICADO EN EL Nº 9 Verano 2006/07

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