sábado, 26 de septiembre de 2009

BE(K/CQU)ER

Por: Jorge Santiago Perednik


Bécquer (por Gustavo Adolfo) y Beker (por Pablo) son apellidos parónimos que entablan, se podría decir, una relación poética a la medida de esa figura: reproducen la sorpresa de dos palabras que suenan igual y tienen significados tan lejanos. Para dar una imagen de esta diferencia vale decir que mientras el primero funciona como un programa, el segundo funciona como un virus. El virus Beker afecta el modo de leer que el programa Bécquer, la propuesta instituida, había dispuesto: lo trastorna. Allí donde las órdenes eran ejecutar una poética del delirio sentimental (volverán las oscuras golondrinas, poesía eres tú, cuánta nota dormía en sus cuerdas), este programa bekeriano cambia las instrucciones y desarrolla un delirio del inconsciente no sometido a censura. Forja un lugar donde se inhala, para citar al autor, “junto a los desodorantes impotentes, el vaho del amoníaco ancestral humano”. Estas palabras pueden decir mucho; por ejemplo, abuso mediante, que los programas poéticos instituidos, sin excepción, son desodorantes impotentes frente a ciertos vahos poéticos, porque nunca conseguirán cubrirlos del to-do. Lo que, a su vez, abre paso a una descripción cabal de cómo funciona la literatura: por un lado la política “desodorante”, que busca tapar los olores del ambiente, aparecer como el único perfume; por otro lado la política “vaho”, más vinculada con lo humano ancestral, que procura dejar que los olores fluyan, se entremezclen, jueguen su papel en el ambiente, una política que no quiere tapar sino compartir, ponerse a un lado en un sitio donde no haya jerarquías, circular. Bécquer dice “poesía eres tú”, y a resultas un objeto queda localizado, cercado para el conocimiento. Esto es esto, o es éste: con una mera fórmula se sabe qué es la poesía, quién es el poeta, final feliz a todas las cuestiones, clausuradas con un reino de certezas. Beker, en cada uno de sus poemas, en cada uno de sus versos, dice poesía es vaya uno a saber qué, lo que abre las puertas a una aventura, la de descubrirlo, investigarlo, y esto no se puede realizar más que leyendo o escribiendo.
En el poema que se transcribe a continuación, tomado de su libro Ladrillo de canto, los luga-res mencionados son fácilmente identificables:

Durante la pubertad solitaria me habitué / al estallido premonitorio de las chinches, / las pulgas y los piojos milenarios / en lo alto de los desvanes / olvidados sobre los ateliers de los / tenaces artistas que hoy son célebres / entre la mitología griega, semidevorada / por los roedores, que en las inundaciones / cíclicas subían chillando hasta los / divanes y butacas estilo Imperio / que la dorada polilla consumía sin / respeto; desde los sórdidos subsuelos / anegados, imprentas, depósitos de bebidas / de los almacenes y bares, vecinos / de los mingitorios donde se inhalaba / junto a los desodorantes impotentes, el / vaho del amoníaco ancestral humano, / y cuando de madrugada ebrio volvía tarde / todo estaba cerrado y caía / dormido a las puertas del inmenso / conventillo obscuro.

Bécquer (no la persona sino los poemas) está del lado del mobiliario estilo Imperio, Beker es la dorada polilla que lo consume sin respetarlo; Bécquer habita los ateliers de los célebres artistas, los que forman una suerte de nueva mitología, Beker ronda los desvanes, los subsuelos, las imprentas, los depósitos, los baños, los conventillos; Bécquer alimenta (nunca está de más repetirlo) los desodorantes impotentes, Beker los vahos del amoníaco ancestral humano.
Se dijo más arriba que Beker con su palabra abre las com
puertas a un delirio del inconsciente no sometido a censura. Ahora bien, ¿cómo se forma ese delirio? Llama la atención que sea con palabras que no dudan en señalar su fuente, porque esto es poco habitual. Cada poema dice de dónde nació y este origen funciona, además, a la ma-nera de una contención del delirio, poniéndole límites de lugar, tiempo y tema, de modo que el flujo verbal que de encauzando dentro de ellos, fluya acompañado por ellos, lo que permite a los versos desembocar en un remate formal. El final es final de poema y existe porque las palabras, dados estos límites, saben cuándo y cómo cesar. El saber de las pala-bras construye al poeta (y no al re-vés, al menos en este caso); en virtud de esta sabiduría del lenguaje, que encuentra sus andariveles por los cuales expresarse, cada poema tiene, a partir de un proyecto, una forma que sigue las reglas del arte –de un arte con reglas propias, pero no por eso menos discernibles.
En el poema reproducido los materiales se desencadenan a partir de un recuerdo lejano (“Durante la pubertad solitaria”), de modo que estas circunstancias, las de cierta particular pubertad, funcionarán para encarrilar al poema, para contener dentro de sus fronteras al delirio, lo que se podría rastrear página tras páginas en los demás poemas. Así, el primero del libro prefiere extraerlos de la experiencia cotidiana –aparece un gusano, sorpresa, cuando alguien está por comer una fruta, y gracias a ello aparece un texto–; el segundo poema del libro recurre como fuente al cine y a la literatura, y los versos entonces quedan restringidos a estas cuestiones; otro poema coloca una alta casa de estudios terciarios, la universidad, en la era geológica cuaternaria, etcétera, etcétera. Los materiales que dispara la corriente verbal, por lo tanto, pueden salir de cualquier parte, pero obsérvese que este origen paradójicamente es hijo del poema, nacido de él, y esto es una respuesta a la curiosidad que diversas disciplinas tienen sobre los poetas, a saber, de dónde sacan su material para escribir. Los poemas de Beker responden: hay que pensar al revés; los materiales no salen sino entran; son en definitiva palabras que se juntan y se pro-vocan mutuamente para multiplicar su progenie, siguiendo en este caso la lógica del delirio, pero un delirio que traza sus propios límites y de esta manera cobra una forma. Entonces, ahí, y así, ocurre la fiesta, el momento de los momentos en que el lenguaje se casa con el arte para dar lugar al poema y afectar al mundo.
Otra cuestión es cómo transcurre el delirio, y el poema citado permite dibujar un recorrido: advertir que su vehículo impulsor es el desplazamiento, el salto de un vecino al otro, buena o mala vecindad mediante. En el vecindario del poema transcripto por un lado están los animales y las personas, por otro los lugares donde habitan. Al reco-rrer la cadena de saltos o desplazamientos resulta que en el principio una primera persona se asume como artista adolescente, rodeado de insectos chupasangres en los “desvanes”, palabra que por obra de la buena vecindad se desliza hacia su contrario, los “ateliers”, palabra que a su vez se asocia con el adolescente y convoca a otro tipo de artista, el célebre, que provoca un desliz hacia un término de comparación entre los artistas y los dioses y héroes de la mitología griega, quienes por des-precio asociativo convocan a otros seres desagradables, los roedores que se los devoran (exactamente lo que hace el tiempo con cierta clase de celebridad), la palabra “ateliers” por otro lado empuja el discurso hacia su mobiliario (estilo imperio) mientras las ratas devoradoras (que deben subir a esos muebles, corridas por el agua) se asocian con las polillas (que se los comen), mientras por otro lado los ateliers provocan a su contrario, los “sórdidos subsuelos”, y éstos a una lista de otros posibles destinos, uno de los cuales, “depósitos de bebidas”, conduce a los almacenes y bares de la superficie, y éstos a uno de sus servicios, los mingitorios de los baños, que llevan al artista adolescente a recordar cierta mezcla de olores.
¿Se podría decir que Pablo Beker es un poeta surrealista? Sí y no. El surrealismo en algunos fue y es un ejercicio de autenticidad. Cuando no, pasa a ser una parodia de surrealismo, asumida por imita-dores de un método que impostan como genuino, sea porque optaron seguir una moda, sea porque fueron capturados por ella. En todo caso adhieren a un movimiento que nació en las antípodas de esa actitud, que eligió poner en su centro lo más propio y más ajeno, algo que no conjuga con las modas: lo inconsciente. Beker no es surrealista en tanto no perteneció formalmente al movimiento, pero lo es de manera intuitiva, por método. En este sentido, frente a los que practican una impostura de lo inconsciente, es una bocanada de aire fresco, en la que se respira autenticidad. El lector puede dejarse invadir por el virus Beker, alucinar con sus aluci-naciones, pensarlo todo desde el lugar que le propone, la incomodidad. O querer escuchar lo que lee como un concierto de cámara y descubrir los instrumentos. A veces las palabras son música, frecuentemente son ruido, y eso depende no de las palabras sino de la persona o máquina humana que las evalúa. En el mejor de los casos los resultados son hijos del criterio o el gusto propios, pero generalmente el criterio o el gusto son reacciones mecánicas que siguen lo que cierto programa social ha establecido. Esto sirve para una primera división de los cultores de la poesía, todavía demasiado sencilla: de aquel lado el regimiento de los programados, autores o lectores, de este lado los pocos transprogramados, que ni siquiera forman un batallón. No “preprogramados” –el programa les llega a todos sin excepción, y para ello la escuela es una de las principales vías. No “postprogramados” –el programa no se supera de una vez para siempre, requiere una resistencia permanente a lo que va cambiando sus órdenes y sus canales (en este sentido la superación o el “superado” son una de las apariencias de lo que persiste, y los postprogramados son apenas reprogramados que usan un disfraz). “Transprogramados”, entonces: un nombre para los que pudieron y siguen pudiendo de algún modo, no siempre el mismo, “atravesar” la programación sin quedar preso de sus órdenes. Pablo Beker es uno de los que lograron resistir la programación, al menos en el momento de escribir poemas. El siguiente diálogo imaginario, entonces, bien le cabe: ¿Quién te enseñó, Beker, a escribir así? Nadie. ¿Dónde aprendiste, Beker, a escribir así? En ese lugar sin lugar, que es un tiempo contra el tiempo, y que vos, por motivos que desconozco y no sé si comparto, llamás “la resistencia”.

PUBLICADO EN EL Nº 8 PRIMAVERA 2005

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